A los habitantes del barrio no les gustaban los gatos. Considerando cómo a veces torturaban bestialmente a los seres que decían amar y que albergaban en sus nidos de piedra, las palabras «no les gustaban» adquirían su verdadero y terrible sentido al hablar de los gatos. A menudo los gatos reflexionaban sobre el origen de aquel odio. Había distintas opiniones. La mayor parte de los gatos pensaba que la culpa era de aquellas pequeñas cosas, que no tenían apenas significado, pero que iban matando a los seres humanos lenta y eficazmente, al tiempo que les conducían a la locura: las penetrantes y mortales agujas de asbesto que llevaban en sus pulmones, las radiaciones asesinas que emergían de las paredes prefabricadas de sus casas, la atmósfera ácida y envenenada que colgaba sin tregua sobre la ciudad. ¿Qué tenía de extraño, decían los gatos, que alguien que se balanceaba al borde del abismo, envenenado y consumido por ponzoñas y enfermedades, odiara la vitalidad, la agilidad y la fuerza? ¿Que alguien desequilibrado y que no es capaz de encontrar la paz reaccione con rabia y locura a la calma cálida, velluda y ronroneante de otros? No, no había en ello nada de lo que extrañarse. Había sin embargo que ser precavido, había que huir con toda la fuerza de los músculos, con toda la distancia posible de los saltos, en el mismo momento en que se divisara en el horizonte una silueta pequeña o grande de dos patas. Había que guardarse de los puntapiés, los bastones, las piedras, los dientes del perro que se azuza, la rueda del automóvil. Había que reconocer la crueldad que se escondía tras los dientes apretados por los que se filtraba «michi, michi». Y eso era todo.
"Los músicos", de Andrzej Sapkowski
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