En los años 70 nos gobernaba un dictador envejecido. También imperaba la idea de que obreros, lo que se dice obreros, solo eran los que entraban y salían de la fábrica con mono azul y a toque de sirena, y de que los obreros y los patronos peleaban por sus intereses desde trincheras distintas y enfrentadas. Los sindicatos eran de clase, y, para defender a toda costa los intereses de los suyos, daban por supuesto que el pleno empleo era -con la ayuda de la emigración masiva, el subempleo agrario y la exclusión de la mujer del trabajo- una posibilidad efectiva. Y a nadie se le ocurría que una empresa como Ascón, Álvarez o Massó podía echar el cierre, o que la Citroën pudiese deslocalizarse, o que la competencia del extranjero llegase a convertir en un suicidio la presión irracional para aumentar los salarios.
En este ambiente, y con los ingredientes descritos, se creó en Vigo una épica sindical en la que la algarada era siempre «resistencia», la presión era «solidaridad», el obrero era «un honrado trabajador y padre de familia», y los sindicatos eran la puerta abierta por la que iba a entrar la democracia. Y a esa épica, que tanto admirábamos los estudiantes de entonces, le correspondía también una estética de arenga y barricada, con grandes manifestaciones vespertinas que, a modo de procesión general, impregnaban la ciudad de obrerismo fetén.
Pero Franco ya no está; Massó, Álvarez y Ascón se perdieron en la leyenda; España recibe inmigrantes; nuestros empresarios se deslocalizan en China o en Perú, y nuestra moneda vale más que el dólar. El concepto de trabajador, que ha sustituido al de obrero, reúne en el mismo grupo a catedráticos y fontaneros, a funcionarios y albañiles, a investigadoras y vendedores de la plaza, y a médicos y camioneros. Y los sindicatos han dejado de ser solidarias organizaciones de clase para convertirse en potentes burocracias, pagadas por el Estado, que velan mucho por su continuidad.
Por eso resulta tan arriesgado y descorazonador que, de forma extemporánea, y sin medir las consecuencias de lo que está sucediendo, se esté reproduciendo en Vigo un conflicto con el lenguaje y la estética de los años 70. Porque la cultura del trabajo y de la negociación es un capital que, si se pierde, tarda décadas en regresar.
Porque la ciudad de Vigo dejó de ser protagonista de este obrerismo trasnochado para ser su cautiva. Porque ya sabemos que los efectos de estos conflictos se trasladan en el tiempo -y hacia otros colectivos sociales- de forma perniciosa. Y porque es un suicidio aumentar en un punto el salario a cambio de emitir el pésimo mensaje que en estos momentos se está leyendo con atención en todos los despachos de España y Europa.
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