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sábado, 2 de diciembre de 2006

El brujo

Jaskier, contemplando el fuego moribundo, estuvo sentado aún más tiempo, solo, rasgueando el laúd sin hacer mucho ruido.

Comenzó con unos cuantos acordes, a partir de los cuales cristalizó una serena y elegante melodía. Los versos adecuados se formaron al mismo tiempo que la melodía, las palabras se incrustaban en la música, se quedaban en ella como si fueran insectos dentro de ámbar dorado y traslúcido.

El romance hablaba de cierto brujo y cierta poetisa. De cómo el brujo y la poetisa se conocieron a la orilla del mar, entre los chillidos de las gaviotas; cómo se enamoraron desde el primer momento. De cuán hermoso y fuerte era su amor. De que nada, ni siquiera la muerte, sería capaz de destruir aquel amor ni de separarlos.

Jaskier sabía que pocas personas creerían la historia que contaba el romance, pero no se preocupó por ello. Sabía que los romances no se escriben para que se crea en ellos, sino para emocionar.

Algunos años después, Jaskier podría haber cambiado el contenido del romance, haber escrito sobre lo que sucedió en realidad. No lo hizo. La verdadera historia no hubiera emocionado a nadie. ¿Quién querría escuchar que el brujo y Ojazos se separaron y no se volvieron a ver nunca más, ni una sola vez? ¿Que cuatro años más tarde Ojazos murió de viruela durante una epidemia que asoló Wyzima? ¿Que él, Jaskier, la sacó en sus brazos de entre los cadáveres quemados en las hogueras y la enterró lejos de la ciudad, en el bosque, sola y tranquila, y junto con ella, tal y como había pedido, dos cosas: su laúd y su perla celeste? Una perla de la que nunca se separó.

No, Jaskier se quedó con la primera versión del romance. Pero aún así, jamás llegó a cantarla. Nunca. A nadie.

"Un pequeño sacrificio", de Andrzej Sapkowski

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