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miércoles, 14 de agosto de 2019

Una leyenda desde el futuro

— ¡Papá! ¡Papá! Mira a ver lo que he descubierto.

— A ver, hijo, ¿qué has descubierto?

— Sí, mira. Si cojo este tronco de árbol hueco, lo arrimo al río, junto a la orilla, y pongo este extremo aquí, el agua se bifurca y se mete por el hormiguero. Así no tendremos que coger las hormigas de una en una.

— Ven, hijo. Te voy a contar una historia. Siéntate aquí, junto a mí.

«Hace mucho tiempo, antes de que el bosque invadiera el suelo baldío, antes de que los cielos inundaran las tierras durante la lluvia de los cincuenta años, existió una raza, una especie parecida a la nuestra pero infinitamente más inteligente. Ellos, al igual que nosotros, partieron de cero. A partir de su inteligencia, con esa única herramienta fueron desarrollando elementos simples que la naturaleza les ponía a su disposición. Al principio fueron piedras que usaron para desmenuzar la comida, luego fueron extrañas piedras de aspecto brillante del fondo de la tierra que ellos consiguieron moldear.

Después fueron los animales de su entorno en los que centraron su atención. Dicen que los despojaban de sus hermosas pieles para su propio beneficio. Eso sí, la carne del animal muerto era consumida pero con el paso del tiempo las pieles se convirtieron en objetos más valiosos que las carnes de los animales a los que les pertenecían.

Seguidamente fue, pasado muchísimo tiempo, el alma de las cosas. Ellos consiguieron conocer cómo manipular el espíritu de los objetos para transformarlos en otros totalmente diferentes. Incluso, aunque te cueste creerlo, llegaron a volar más alto que las nubes y las estrellas.

Llegó un momento que se creyeron los amos de las tierras que todos nosotros habitamos.

Pero no contaron con que el Espíritu de las Tierras, los Mares y los Vientos se estaba enfadando con ellos. No obstante les avisó no una vez ni dos, sino infinidad de veces.»

— ¿Y porqué se enfadó con ellos, papá?

— Porque les estaba haciendo daño.

«Ellos alteraban el orden de las cosas para beneficio propio, sin importarles el daño que les hacían a los demás. Dice la leyenda que a veces hacían daño para divertirse y que si morían con los que jugaban, cogían a más y seguían con sus juegos.

Pero el espíritu, sabio, sabía que si les hacía daño, ellos contestarían multiplicando por cien el daño recibido. Así que decidió dejarlos que siguieran con sus juegos. Y así sucedió. Puesto que la naturaleza debe seguir su curso y ellos no lo respetaban, fueron tomados como un elemento hostil que debe ser neutralizado, un enemigo que debe ser aniquilado para beneficio común y para que el orden impuesto antes de que ninguno de ellos pisara tierra alguna continuara su curso. Porque aquí, hijo, hasta el bicho más repugnante tiene su razón de ser, pero no lo tiene uno que no encaje con lo demás, aunque sólo sea un poquito, pues este último puede poner en peligro el resto de la cadena de la vida.

Resulta que no hubo que hacer nada, pues ellos mismos se fueron encapsulando, separando del Espíritu, alejando de su naturaleza originaria, añadiendo en sus organismos sustancias para reforzarse pero que con el tiempo los debilitaban. Se fueron acomodando gracias a sus inventos y descubrimientos, amuermando sus cuerpos y haciendo más difícil la procreación de su especie. A esto hay que añadirle que se peleaban entre ellos a veces jugando y otras veces hasta la muerte, consiguiendo sólo reducir en número su raza.

Y llegó un momento en el que sus inventos se volvieron contra ellos y las enfermedades contra las que se enfrentaban hallaron un camino fácil para atacarles al estar sus organismos acostumbrados a aditivos artificiales.

Así, con el paso del tiempo, ellos mismos se autoextinguieron.

Por lo tanto, hijo, deja el tronco donde estaba, y si hay que coger las hormigas de una en una, casi que lo prefiero.»

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