Después de haber presenciado la traición de un hombre, había perdido la fe en su dios. El universo no era para él más que una de esas máquinas gigantescas sobre las que había leído en los antiguos libros de los Hechiceros de las Artes Arcanas: una máquina que, una vez puesta en marcha, funcionaba sola, operando según las leyes físicas. El hombre era un eslabón en sus engranajes, conducido por sus propias leyes físicas, dependiendo su vida del movimiento de otras vidas a su alrededor. Cuando un eslabón se rompía, era reemplazado. La gran máquina seguía funcionando y seguiría haciéndolo, quizá para siempre.
Se trataba de una visión muy pesimista del universo, por lo que a Saryon no le sirvió de consuelo. Sin embargo, era mejor que la idea de que el universo estaba gobernado por un dios mezquino que adoraba el poder e intervenía en política, que permitía que su nombre fuera pronunciado mojigatamente por su Patriarca, quien conducía su «rebaño» como si se tratara de ovejas.
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