— (...) Allí ardieron Poe y Lovecraft y Hawthorne y Ambrose Bierce, y todos los cuentos de miedo, de fantasía y de horror, y con ellos los cuentos del futuro. Implacablemente. Se dictó una ley. Oh, no era casi nada al principio. Mil novecientos cincuenta y mil novecientos sesenta. Primero censuraron las revistas de historietas, las novelas policiales, y por supuesto, las películas, siempre en nombre de algo distinto: las pasiones políticas, los prejuicios religiosos, los intereses profesionales. Siempre había una minoría que tenía miedo de algo, y una gran mayoría que tenía miedo de la oscuridad, miedo del futuro, miedo del presente, miedo de ellos mismos y de las sombras de ellos mismos.
— Ya.
— Tenían miedo de la palabra «política», que entre los elementos más reaccionarios acabó por ser sinónimo de comunismo, de modo que pronunciar esa palabra podía costarle a uno la vida. Y apretando un tornillo aquí y una tuerca allá, presionando, sacudiendo, tironeando, el arte y la literatura fueron muy pronto como una gran pasta de caramelo, retorcida y aplastada, sin consistencia y sin sabor. Poco después las cámaras cinematográficas se detuvieron, los teatros quedaron a oscuras, y de las imprentas que antes inundaban el mundo con un Niágara de material de lectura, brotó una materia inofensiva e insípida, como de un cuentagotas. (...)